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lunes, 14 de diciembre de 2015

Gavilán no perdona

Es media tarde. Estoy oculto entre la maraña de carrizo dando vistas a una laguna. Mi cuerpo inmóvil, insonoro, casi inerte. No giro la cabeza: sólo muevo, lento, los ojos a un lado y a otro. Respiro despacio. Prohibido toser, prohibido estornudar. Prohibido aparentar vida.
Grupo de grullas vocifera y regaña la actividad de cuatro jabalíes que se atreven a salir a la luz. Dos gallinetas salen por patas al ver aproximarse a un aguilucho lagunero. Una docena de bigotudos reclama mientras se mueve por un eneal en busca de su preciada semilla. Lejana reclama en la orilla una lavandera blanca en vuelo. Y pocos pájaros más, ocupan este hábitat. Algún pájaro moscón, pechiazul, ruiseño bastardo...

De repente una máquina con plumas pasa frente a mi cara. Dos metros nos han separado durante esa mágica milésima de segundo en la que mi vista y su vuelo se cruzan. Es un gavilán Accipiter nisus. Recorre aprisa la orilla del carrizal a 1 metro de altura. A 50 metros míos, encuentra una percha expuesta en la que descansa y otea. Si un pajarillo en la orilla se despistara, la rápida reacción de esta pequeña rapaz, hará muy posible su captura. Si es una lavandera, caerá una lavandera. Y si es el escaso y amenazado bigotudo...será un bigotudo. Gavilán, no perdona.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Una docena de años después

Me gustaba mucho la fauna, pero apenas había salido de mi tierra, la Cornisa Cantábrica.
Por aquel entonces, ver una abubilla, un abejaruco, y no hablemos de palabras mayores como avutardas, era para mí toda una novedad. Un día me llamaron por teléfono para proponerme un trabajo. Cuando me quise dar cuenta, estaba camino a la provincia de Teruel. En mi Super Patrol iba con mi equipaje: ropa, ordenador de sobremesa (con una pantalla de aquellas que abultaba medio maletero), electrodomésticos varios, material óptico, mis libros (supongo que sólo una selección de los 20 más importantes), botas de nieve, botas de agua, botas de seco...zapatos, creo que no llevaba. Entre todo el equipaje, asomaban dos cabezas. Si, eran mi difunto abuelo Luis, y mi querida abuela Loles, que por supuesto, no iban a permitir perderse la exclusiva de la emancipación de su nieto. La verdad, es que fueron una gran ayuda en muchos sentidos. De aquellos 15 días, sólo les quedó el recuerdo de aquella gélida noche jugando a las cartas al calor de una estufa de leña que nos calentaba lo que calienta una cerilla a metro y medio (y no me extraña). Sin embargo, yo recuerdo muchas más cosas, como el viaje en sí.

Y dentro del viaje, recuerdo con especial cariño aquel momento en que ya en la provincia de Teruel, y rodando la vieja N234, veía con estupor a mi derecha (si, me acuerdo a que lado de la carretera era) un bando de grullas alimentándose en un campo. ¡Qué maravilla! Eran mis primeras grullas. Una observación con muy poca calidad, pero al fin y al cabo, mi primera observación.
Gigantes aves. Tan majestuosas como escandalosas. Atractivas, desconfiadas. Fueron muchos los fines de semana que me acerqué a la querenciosa Laguna de Gallocanta, donde aparte de disfrutar a estas aves, tuve la oportunidad de conocer a grandes grulleros como Javi Julve, Antonio Torrijo, Felipe Rosado, Carmina, y muchos más.
Quien me iba a decir a mí, que años después, me iba a tocar pasar una invernada llegando y saliendo a casa con el trompeteo de 3000 de estos animales a menos de 1 km de mi cama. Disfrutar cada día con su comportamiento. Tenerlas, a escasos metros de mi cara, como hace 2 días. Escondido para ello con el fin de lidiar su recelo, comportándose ellas como en mi ausencia. Os dejo una de las 700 fotos que pude hacer en una excitante sesión.