Hace poco compartimos unos días en el campo los dos, y le propuse la idea de que me escribiera algo para el blog. Yo creía, o quería, que hubiera sido de principios de los 80, con una foto en blanco y negro. Sin embargo, él ha preferido redactar una magnífica noche (sino fantástica) que pasamos Alejandro, él y yo en las cercanías de dónde vivíamos por aquel entonces...Allá va:
Corría el verano del 2.000. Yo estaba un poco picado con las nutrias, y alguien me dejo un ejemplar del boletín Galemys que hablaba de la posibilidad de censar nutrias en esperas en el río. ¡Bueno!, eso daba esperanzas con una especie que hasta entonces era escasa y elusiva, pero que ya venía levantando cabeza en los ochenta y los noventa.
Viniste a pasar unos días conmigo en casa de mis suegros en Cervera, y esa primera noche hicimos una espera en un río donde había visto muchos rastros en invierno. No vimos nutrias, pero aprendimos a reconocer el vuelo rasante de los murciélagos ribereños, que ya es algo.
De vuelta en Torrelavega pensé que también en el Saja y el Besaya debía haber murciélagos ribereños, así que ya me preparaba para salir una noche cuando llegasteis Jandro y tú del río Saja, donde habíais visto una Garduña cruzando a nado al atardecer. Así que montamos en el coche y nos acercamos a buscar los murciélagos en el remanso de una presa.
Sin duda que los había, pero lo que nos dejó fulminados fueron esos tres pares de ojos violetas brillando a la luz del foco, acompañados de esos largos y peludos cuerpos paticortos de una soberana hembra de nutria y sus dos crías, casi tan crecidas como ella. Tras recuperarnos del shock notamos que continuaban con su comportamiento normal, por completo ajenas al potente foco de quinientas mil candelas y a cualquier otra cosa que sucediera a su alrededor. La madre emitió esos cortos silbidos que tantas veces habíamos leído descritos en los libros y que tuvieron el efecto de paralizar a las crías en la orilla, mientras ella se lanzaba buceando como una flecha hacia el centro del remanso.
Unos pollos de azulones eran el objetivo y de esta se libraron, saliendo a la carrera sobre el agua hacia la orilla. La familia se reunió comenzando a nadar río arriba, y nosotros, todavía incrédulos y entusiasmados, corrimos por la carretera buscando un nuevo punto de vista en esa dirección. La cosa no era fácil pues había muchos obstáculos, cuando se nos ocurrió la peregrina idea de situarnos en un puente a kilómetro y medio río arriba. Podrían haberse detenido en ese tramo o vaya usted a saber, pero felizmente llegaron a la cita, no sin antes cruzársenos un zorro en la espera.
Vimos sus siluetas subirse en una roca plana del remanso y luego continuar hacia nosotros. Ya estando casi al pie del puente encendimos el foco. Nos ignoraban por completo y la escena fue maravillosa. Venían nadando como focas, haciendo ondular todo su cuerpo con blanda agilidad, sacando la cabeza a tramos para respirar, la madre delante y las dos crías detrás una de otra. Recuerdo que una de ellas se detuvo más tiempo inspeccionando las recuevas que forman las grandes rocas en esos pozos, y que nos eran perfectamente visibles gracias al foco.
Ahí el río pega un quiebro, así que hubimos de correr de nuevo alborozados para el siguiente encuentro, en otro remanso más arriba. Al igual que en el primer momento, la hembra emitió esos silbidos, y los jóvenes se quedaron esperando en la orilla opuesta bajo las ramas de los árboles, mientras la madre se lanzaba a pescar al centro del profundo remanso. En ese momento vemos parada tres metros a nuestra espalda una gineta, ¡vaya noche!. Ahí las perdimos, pero no era cuestión de “perder la ola” así que cogimos unos bocadillos y nos fuimos a continuar la juerga, hasta Ucieda. Así fuimos sumando más ginetas, mochuelos, lechuzas, ciervos… pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
La fotografía está hecha en condiciones controladas.
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