Es media tarde. Estoy oculto entre la maraña de carrizo dando vistas a una laguna. Mi cuerpo inmóvil, insonoro, casi inerte. No giro la cabeza: sólo muevo, lento, los ojos a un lado y a otro. Respiro despacio. Prohibido toser, prohibido estornudar. Prohibido aparentar vida.
Grupo de grullas vocifera y regaña la actividad de cuatro jabalíes que se atreven a salir a la luz. Dos gallinetas salen por patas al ver aproximarse a un aguilucho lagunero. Una docena de bigotudos reclama mientras se mueve por un eneal en busca de su preciada semilla. Lejana reclama en la orilla una lavandera blanca en vuelo. Y pocos pájaros más, ocupan este hábitat. Algún pájaro moscón, pechiazul, ruiseño bastardo...
De repente una máquina con plumas pasa frente a mi cara. Dos metros nos han separado durante esa mágica milésima de segundo en la que mi vista y su vuelo se cruzan. Es un gavilán Accipiter nisus. Recorre aprisa la orilla del carrizal a 1 metro de altura. A 50 metros míos, encuentra una percha expuesta en la que descansa y otea. Si un pajarillo en la orilla se despistara, la rápida reacción de esta pequeña rapaz, hará muy posible su captura. Si es una lavandera, caerá una lavandera. Y si es el escaso y amenazado bigotudo...será un bigotudo. Gavilán, no perdona.
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