Lo recuerdo como una selva cantábrica con una carga energética muy alta para mí. Demasiada al principio... Era un niño, y caminaba sólo hasta el arroyo Gormeján. Hasta allí bien, pero cruzar el río y meterme en aquella mágica montaña, era otro cantar. No eran lo mismo los soleados cagigales de mi querenciosa y conocida ladera, que aquel umbrío dosel forestal.
Cumplía años, y me fui armando de valor. Cuando me di cuenta, con 17, ponía la alarma a las 5, a las 4, e incluso a las 2 de la mañana, para con una linterna de buceador, hacer mis primeras inmersiones nocturnas en aquel mágico bosque. Ya sabía donde me iba a gritar el cárabo, donde iba a ladrar el corzo, o dónde había probabilidades de cruzarme con un tejón. Hay que decir, que era la compañía de Jaque, mi preciado can, la que me empujaba a caminar más y más por esa lúgubre ladera. Para darle más emoción, la mayor parte del tiempo llevábamos la linterna apagada. Ahí el valiente era el perro, que iba abriendo camino. Yo, me limitaba a asirme fuerte a la correa y a seguir sus pasos. No fue ni una, ni dos, ni tres veces las que nos topamos de frente con un tejón que caminaba en sentido contrario. Dos sincronizados bufidos, el del tejón y el del perro, daban paso a un fugaz sobresalto en el tiempo que tardaba en encender la linterna para alumbrar y ver quien era el que "había estado a punto de comernos".
Y así era como dentro de mi monte preferido, el Monte de la Frente, cada semana corría distintas aventuras. Fueron momentos que siempre disfruté en soledad (valga como excepción una jornada con la uña de mi piel: Alejandro "AvesCantábricas"). Únicamente al fondo del valle, y estando yo casi siempre cercano a la cumbre, veía los focos del tractor de "Semanel", que subía como cada día antes del amanecer a atender su cabaña tudanca.
La semana pasada, casi dos décadas después, me encontré en los mismos escenarios. En una escapada rápida por la tierruca, pude recorrer en buena compañía, de día, eso sí, algunos de esos rincones. Había para mí varios lugares mágicos. No pude visitar aquel abrigo bajo la roca en el que pasé más de una noche con esterilla y saco en mitad del hayedo durante mis días invernales de observación de pito negro durante horas, y horas, y horas...pero es que no daba tiempo a todo. Si que pude visitar, sin embargo, otros como el enclave donde yacía el acebo mágico.
El acebo mágico, le llamaba yo a un acebo con varios pies, de tamaño no muy grande, Y que tenía, y únicamente en esto radicaba su magia, una rama (y sólo una rama) con hojas de decolorados bordes. Era igual que algunos que veía en mi ciudad natal en los parques, pero curiosamente, era sólo en una rama, y no en el resto del mismo pie. Alguien que sepa de esto...¿a qué se puede deber?
Lo que me sorprendió de manera grata, es que 18 años después, siga teniendo esa rama.
Me dio por buscarle, y la tontería de encontrarle, me alegró mucho.
Recuerdo perfectamente aquella salida nocturna al monte La Frente que hicimos con Jaque, de madrugada. Aquel tasugu que casi me pasa entre las piernas y la posterior "pájara" que me dio, jaja. Como pasan los años...
ResponderEliminar¡Te habían roto los antibióticos!
ResponderEliminar¡Vaya sustu llevé! Con las 2 mochilas y contigo a rastras...Para haberla liado...
Yo para mí que fue el espantón de que el tasugu se te echaba encima!